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terremoto, carretera y el verano más frío de mi vida


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Llevo un año sorteando fenómenos naturales. Inundaciones en China y Australia, tsunami y volcán en Indonesia, y ahora terremotos en Nueva Zelanda. El primero de Christchurch durante mi estancia fue de 5’3 en la escala Richter y pude ver como bailaba mi litera, las paredes y el techo de la habitación del backpackers Excelsior. Fue una sensación extraña. Eran las 6 de la mañana y, misteriosamente yo estaba despierto, como esperando algo. Lo que sentí fue «¿esto es un terremoto? por favor que aguante el hotel». No tuve miedo, pero las células de mi cuerpo se quedaron temblando unas cuantas horas. Para mi fortuna nada pasó esa vez. Pero pocas semanas más tarde vino el terremoto más salvaje de todos los que han azotado al país de los kiwis. De intensidad 6’3, muy cerca de Christchurch y a muy poca profundidad. La ciudad devastada, los ánimos de la gente, los edificios, la catedral… por los suelos. Y entre 160 y 240 muertos. Vamos, una auténtica catástrofe. Si uno se encuentra a varias decenas de kilómetros del epicentro, generalmente ya está a salvo. Yo estaba a algún centenar, por tanto no sentimos nada y nos enteramos como todo el planeta, por las noticias. En la carretera, escuchando la radio. Estábamos llegando a la hermosa ciudad de Queenstown, al sur de la isla sur de Nueva Zelanda, viajando y viviendo en una furgoneta azul, en la Nissan Serena de Anja. Los dos nos recorrimos durante un mes los hermosos paisajes de la isla. Un país y una isla hermosos. Paisajes increíbles. Mucho verde, todo limpio, vacas y ovejas felices con vistas al mar, montañas de concurso de fotos panorámicas, glaciares, focas, delfines, ballenas. Ideal para amantes de la naturaleza, parejas y familias. Se podría esperar algo más de oferta cultural en las ciudades, pero teniendo en cuenta que es un país en el que viven solo 4 millones de habitantes, aunque no tengan el MoMa no se pueden quejar. La gente es muy amable y abierta, se come bien, tienen muy buenos vinos y puede que sea uno de los países más bonitos y agradables de conducir del mundo. Carreteras seguras, de hermosos paisajes y muy cambiantes. Cada pocos kilómetros tanto el clima como las vistas te cambian la película. La temperatura cambia cada cuarto de hora. Ahora sol, manga corta. Ahora nube, jersey polar. Y de noche, frío. Noches de verano a 10-15ºC. El verano más frío de mi vida. No hubo manera de usar el swag (ese saco-colchón australiano para dormir en la interperie, bajo las estrellas) en la isla sur. No son pocos los viajeros que te cuentan que Nueva Zelanda es su país preferido. Es un país hermoso, pero no me ha llegado al corazón. Mucho cuerpo y poca alma. Próxima parada, Argentina.
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Nueva Zelanda, más lejos ya no me puedo ir


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Bueno, bueno, bueno, ya estoy en las antípodas de mi casilla de salida. Lo que se encuentra al otro lado de Barcelona en este planeta debe estar muy cerca de mis actuales coordenadas. He tardado 11 meses. Todo lo que venga ahora tendra un contradictorio sabor de «seguir avanzando» y «estar volviendo» al mismo tiempo. A priori, raro. Pero como todo lo novedoso en este viaje, estimulante. 2011 empezó muy bien. Fin de año en Sydney bailando tras los fuegos artificiales música hindú. El día 1 paseo de despedida por la no-capital de Australia con Anja. El día 2 volaba hacia Auckland con Oscar. Un vuelo de LAN muy agradable de menos de tres horas en el que quise ver la peli de facebook pero no me dio tiempo de ver el final, aunque ya me lo imagino. Dejaba atrás la tierra de los canguros, el país al que más tiempo le he dedicado tras la India. No pude ver Queensland y su barrera de coral, ustedes han seguido las inundaciones mejor que yo, seguro. Ni tampoco se dio Tasmania, a pesar de mi fe ciega en las palabras de Maite y de mis ganas de ir. Cuando estaba a un tiro de piedra de la isla, ahí en Melbourne, llegó Oscar y la navidad. Anja quería costa este, Oscar quería verano, en Tasmania hacia mucho frío y yo quería estar con mis amigos.
IMG_1898 Así que nos fuimos a Sydney. Y tras diez días juntos los tres, entre Melbourne y Sydney, los chicos nos adelantamos y nos fuimos a Nueva Zelanda. Nos alquilamos una station wagon, un coche familiar en el que si uno abate los asientos traseros se puede dormir como si fuera una cama doble, y salimos a la carretera. Antes tuvimos la suerte de conseguir dos bicicletas gratis de un tipo que tras intentar venderlas las abandonó en una empresa de coches de alquiler y al llamarlo nos dijo «yo ya me he ido, pero si las queréis son vuestras». Y en ese mismo instante nos fuimos a buscarlas, con la Nissan, una neverita, cuatro compras, las mochilas, mi swag para dormir bajo las estrellas y el colchón que se compró Oscar para dormir dentro del coche. Empezaba nuestro road trip neozelandés que nos iba a llevar al faro de la punta norte de la isla norte y dos semanas más tarde a los increibles paisajes del lago de Wanaka en la isla sur. Por el camino muchas charlas intensas. Agotadoras, pero necesarias. De dos amigos inconformistas que se conocen desde hace veinte años a los que les gusta cuestionar todo, que saben lo que les gusta y lo que no, pero que misteriosamente no saben por qué a veces la vida les lleva a estar haciendo cosas en contra de sí mismos, en vez de lo que saben que es lo bueno para ellos, y que al final es lo mejor para los suyos. Hemos disfrutado de playas, montañas, largos paseos en bici alrededor de lagos, comidas caseras, vinos, zumos y cervezas locales, y hasta nos hemos dado recetas para mejorar algunos detalles. Recetas del cambio que siempre empiezan por cuidarse más, algo que nunca hemos tenido mucho en cuenta y que por primera vez parece que estamos de acuerdo. Ahora hay que ver si nuestros actos son coherentes con nuestras conclusiones. En tal caso estaremos empezando a cambiar el mundo.
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